Diario del virus (III): No es encierro, es Refugio

San Francisco Javier esta mañana de lunes. / Manolo Ruiz

El cielo le ha puesto un viento frío a este lunes para que no añoremos tanto la calle desde nuestro confinamiento en casa.

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La última iglesia por la que pasé antes de encerrarme como habéis hecho casi todos, fue la de San Bernardo. Aquel viernes un hombre apesadumbrado llegaba abatido a las puertas de la parroquia de fachada albero. Miraba a las puertas de madera envejecida y se detenía un momento antes de entrar a la parroquia, que era ese día por la mañana prácticamente un edificio fantasma. Dentro, qué cosas tiene la vida, las luces que más alumbran se llaman Salud y Refugio.

La primera es la plegaria del mundo entero, lo único importante, lo que está haciendo que nuestras vidas cambien para siempre. Porque estoy de acuerdo con todos los que dicen que la llegada del virus va a transformar nuestras vidas. O, al menos, nuestra forma de verla. Los dramas del primer mundo que ocupan nuestra mente cada día por fin vemos que eran una gilipollez. Y en la calle Santo Rey nos dicen que esto no es un encierro, sino que es Refugio. Que no es lo mismo.

Refugio que aplicar cada uno de nosotros para que la pandemia no siga expandiéndose y matando a nuestros mayores. Refugio el que espera en sus ojos y en los del crucificado de la Salud, desprovistos del adorno y la liturgia del Barroco. En este 2020 sin procesiones,  la orfandad de cornetas y de bordados, del romance de la bambalina con el varal, y del clavel con la voluta dorada… nos ha llevado a lo esencial. Es Refugio. Sin duda este confinamiento es Refugio. No os engañéis: permanecer a este lado de la puerta nos ayudará a valorar la vida, los detalles como pasear bajo el sol o encontrarnos con los viejos amigos a los que vamos aplazando en la agenda. Es un estado de alarma sanitaria, pero también una alarma para que despertemos, para que seamos más solidarios, más justos, más agradecidos, más capaces de valorar todo lo que nos rodea. Más humanos.

Al whatsapp llegan mensajes de la plaza de abastos, donde los tenderos siguen cada día al pie del cañón para que a ti no te falte nada en casa. Porque ellos no tienen rencor aunque tú hayas decidido dejarte llevar por las luces de los supermercados. En el mensaje dicen que si tienes que comprar comida, que les hagas el encargo por teléfono o por este canal de mensajería y que cuando esté listo, te avisan para que vayas a recogerlo. Es otro granito de arena, se trata de evitar que la gente esté más tiempo a la espera en el mercado mientras se preparan los pedidos.

Un balcón en el entorno de Eduardo Dato. / Manolo Ruiz

Manolo Ruiz, el lector que el otro día nos enseñaba a hacer churros en casa, nos manda algunas fotos de las calles del distrito mientras va camino del trabajo. Sigue la desolación, pero la sensación es extraña: la tristeza de la avenida vacía choca con el orgullo porque nos estamos quedando en nuestros refugios. Y en estos tiempos raros, hemos vuelto a hablar con nuestros padres, y a desempolvar el Monopoly, y a mirar a los ojos en la lejanía a los vecinos que salen a aplaudir cada noche a los sanitarios y a conocerlos, aunque sea chocando nuestras manos a la vez. Qué parecidos somos, qué cerca estamos, y qué poco sabemos de ellos. Vivimos una era inusual y algo fría como este viento frío de lunes, en la que estamos hiperconectados con cientos de desconocidos lejanos pero no sabemos quién vive tras el pomo de enfrente.

La policía ha empezado a multar -y bien que hace- y la Unidad Militar de Emergencia pasaba anoche por la Avenida de la Buhaira tras desinfectar a fondo la cercana Estación de Santa Justa. En la televisión, los políticos de todas las categorías enseñan realmente lo que son. Los hay consecuentes, los hay con ojeras y verbo amable tan necesario en los tiempos de crisis, los hay perros rabiosos fuera de lugar y los hay irresponsables. Y su discursos se siguen cruzando en este manto de Penélope que cada noche vuelve a descoserse hasta que la señal de streaming vuelva a encenderse a la mañana siguiente.

En las calles, los sanitarios. Y los trabajadores de supermercados, y los dueños de los estancos y los farmacéuticos, y los policías y bomberos, y los propietarios de lavanderías, y los periodistas… Y tantos otros profesionales a los que decidimos un buen día pagar una mierda y que hoy se están jugando la salud para que el país siga funcionando sin ningún rencor, sin pensar nada más que en los demás. ¿Seguiremos igual cuando todo esto acabe?

Mientras, me acuerdo hoy de todas esas familias como la mía que están encerradas en sus hogares y que explican a sus hijos por qué no pueden ir al parque o ver a sus amiguitos del cole sin desatar el terror en sus pequeñas cabecitas. Y me acuerdo de una noche de Carnaval de hace unos años, cuando un poeta llamado Jesús Bienvenido desde la Tacita de Plata vino a cantarnos las grandezas del reino del hogar -que hoy es nuestro refugio-, el más importante de los reinos, sin fronteras infranqueables ni banderas usadas como armas, sin golpes de pecho al pronunciar la palabra «nación». Aquellos ‘Imprescindibles’ vestidos de caballeros andantes que cantaron aquello de «Tu vida no se debe ni a un gobierno ni a una patria. Tu patria es el abrazo al que regresas cada día». Que nuestra casa sea nuestra patria, y nuestros balcones la tribuna para otear el mundo que, en estos días de azahar, se reduce al perímetro de nuestra vecindad. Próspero refugio, vecinos.

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