El pregón de la alegría sin una sola palabra, la estrella antes de la estrella, el camión que se hace carroza por enero y balcón en abril. Yo quiero ser bombero de Oriente.
Menéndez Pelayo vibra en la tarde de las tardes que precede a la noche de las noches. En el Coronado los guardianes de las esencias piden la última antes de cerrar la cuenta, y en el estanco de la puerta de al lado los de los propósitos de Año Nuevo se derrumban ante una cajetilla por menos de cinco euros. Qué poco nos ha durado. El Puente de San Bernardo es peatonal por una tarde bajo la pincelada del sol del invierno que pinta sus sombras de barroco puro, y la gente lo pasea con gusto con los más pequeños de la casa de la manita.
Son casi las cinco de la tarde, y la avenida es un pasillo infinito de sonrisas. Y entonces aparece en el horizonte EL camión. Coronado con globos rojos enormes y con las escaleras replegadas, llegan los bomberos montados en su salvavidas motorizado como si fuera una carroza más. Y en cierto modo lo es, porque en este cortejo van sonriendo como unos niños más. Una señora a mi lado, a la que le ha subido la bilirrubina y lo que no es la bilirrubina, le grita: «¡Bombero, yo te pido a ti! ¡Que seas mi regalo de reyes!». Pero los bomberos hoy son niños, y por eso tiran caramelos a los pequeños, y no paran de saludar desde lo alto del camión mientras sus compañeros policías, que hoy son pajes reales por encargo de Sus Majestades, van repartiendo a los niños pulseras para que no se pierdan. Los músculos y la tensión de las salidas complejas de Emergencias dan hoy paso a la ternura y a la alegría.
Hoy quiero ser bombero. Como todos lo hemos querido ser en algún momento cuando éramos niños. Porque en la ciudad de los pregones para todo, hoy el pregón es un camión que extingue incendios y que anuncia que la Estrella que alumbra los corazones ya está cerca, que viene detrás de ese batallón de lanceros que han dejado hoy el coche patrulla para desfilar ante los reyes más importantes que haya habido nunca en la tierra. Hoy quiero ser bombero porque, como los reyes, ellos atraviesan paredes imposibles y suben a lugares inalcanzables para salvar las vidas de los que miran a los ojos a la muerte. Hoy quiero ser el bombero que cena en el parque de San Bernardo en Nochebuena, el que se come las uvas en el camión en Nochevieja y el que en Semana Santa despliega la escalera del camión para lanzar una lluvia de pétalos sobre el Cristo de la Salud.
Quiero ser el bombero que, como su patrón San Juan de Dios, saca del fuego en brazos al enfermo para ponerlo a salvo. Y quiero ser el policía, que cual Ángel Custodio, recibe en sus hombros al niño pequeño que se ha perdido en la bulla de las compras de diciembre. Melchor, Gaspar y Baltasar han puesto en sus manos el cortejo más importante que la ciudad vive en el año, porque estos reyes no entienden de nada que no sea renovar nuestra ilusión y volver a hacernos sentir como niños. Y esta tarde, además de la de los magos de Oriente, es la de ellos. La de verlos sonreír como niños, igual que hacemos nosotros. Son nazarenos de ruán y silencio de diciembre, porque como aquellos su labor es la de escoltar a los tres magos sin llegar a verlos nunca. Sus Majestades han puesto en buenas manos la noche en la que la ciudad no discute, porque los tres magos todo lo pueden. Y seguro que a esos bomberos y policías les esperan muchos presentes en el salón cuando amanezca, y vuelvan a ser chiquillos como nosotros. Porque cuando los reyes vuelvan a sus tierras remotas de Oriente, ellos se quedarán para velarnos, hasta el próximo 5 de enero.