Diario del virus (VII): El sueño herido de un barrio

Como un barquito de papel, aquel sueño pasado de villas regionalistas se fue deshaciendo al contacto con el tiempo y la especulación.

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Pasan las ocho en el reloj y, mientras se van apagando los ecos de los aplausos en las ventanas, los portales comienzan a abrirse. En el Hospital de San Juan de Dios tras los cristales la esperanza intenta hacerse un hueco, que allí nunca es fácil. Durante unos minutos los ancianos se asoman al barrio que los acoge y llaman con la mirada a las familias de los bloques colindantes, buscando una cara nueva, quizá la de un niño que les lleve a una infancia tan lejana que parece formar parte de una vida anterior.

En la calle, los patinadores realizan su danza aérea sobre el verde del carril bici. Y en la calle Alejandro Collantes respira con dificultad aquel Nervión que quiso ser y hoy lucha por sobrevivir. Las casas regionalistas son las hijas de un sueño. Un sueño llamado Nervión que los regionalistas vistieron para un baile en el que la orquesta ya se ha marchado y los mayordomos recogen los adornos para guardarlos en un desván del que quizá nunca vuelvan a salir.

El más claro ejemplo de aquel Nervión al que los tiempos apuñalaron con saña es el de las casas de La Ibérica, esas casas gemelas que vemos en Marqués del Nervión y Ramón y Cajal. Casas baratas, pero en las que Gómez Millán demostró que hacer una VPO de la época no implicaba hacer un adefesio. Con sus fachadas de ladrillo, estas casas tienen una bonita cenefa de yeso y azulejos, su azotea y sus grandes balcones a la calle. La luz aquí era fundamental, y parece que si no hubiera necesitado las paredes para sostener el edificio, el arquitecto habría hecho balcones más grandes.

Esta manzana de La Ibérica ha visto caer poco a poco sus casas, hasta hace escasos años totalmente desprotegidas. La piqueta las ha herido de muerte y muchas de sus fachadas han caído. Por eso las pocas que quedan hay que conservarlas como un tesoro, porque son probablemente la muestra de que aquel sueño fue real. Junto a estas casas, otras ven pasar las décadas mientras las plantas de su jardín desbordan sus alcorques. Los candados de bici abrazan sus rejas para que nadie ose tocarlas, aunque precisamente lo que necesitan es un aliento humano en su interior.

El Nervión de las villas -así se llaman las construcciones exentas- no es como Heliópolis. Aquí no se quiso montar una promoción de casas gemelas para rellenar una parcela. Aquí cada cual podía levantar su pequeño palacio, al estilo que quisiera, y sentirse un rey en su propio castillo. Mi ejemplo más claro es la preciosa villa de la esquina de Juan de Padilla con la Plaza de Aparicio Herrero y Marqués del Nervión. Qué maravilla y qué envidia cuando veo sus puertas de cristales abiertas y adivino a ver su salón fresco en verano.

En estos días de pandemia, esas casas están mudas y el menor trasiego de gente por la zona de calles como Goya, Cristo de la Sed o Rico Cejudo nos indica que una parte de esta zona se está muriendo. Aquí la ruina se encuentra con la construcción moderna y fría, y los distintos cánones de Dios hecho cerámica miran desde las fachadas cruzando los dedos para que una humedad no los haga caer. Frente a Villa Rosalía, ese hermoso palacete de ladrillo que luce orgulloso su fecha de construcción en la fachada -1918- y que tiene las persianas de madera agrietadas custodiando su intimidad, una casa abandonada luce un precioso azulejo del Nazareno del Silencio.

Porque esta zona de Nervión tiene el museo sacro más elegante de la ciudad. Entre limoneros vemos el rostro del Señor de Pasión, a las Santas Justa y Rufina sosteniendo la Giralda, al Gran Poder y, por supuesto, al Señor de Nervión que pide agua desde hace medio siglo en el interior de la Concepción. Pasando Rico Cejudo, podemos ver en el entorno de la calle Santa Elena las edades de una obra. El solar cimentado, el derribo de una villa recién perpetrado y las construcciones de ladrillo visto y feo a medio terminar.

«En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba». Y en esa rima de Bécquer duermen todas las historias vividas entre jazmines y cerámica que hoy solo son un recuerdo de esta zona de Nervión. En Juan de Oñate otro solar enorme tras un derribo es un tiro al corazón de los que diseñaron el Nervión más hermoso. En la esquina con la Cruz del Campo, la maquinaria construye los cimientos de una nueva construcción que, probablemente, sea otro edificio sin personalidad. Más abajo, en la escuela de El Trébol ya no ríen los niños e intenta pasar desapercibida para no convertirse en la próxima víctima. En el chalet salvado de Aníbal González junto a la Concepción las malas hierbas alcanzan el medio metro. Salvado y ahora abandonado. ¿Para qué sirvió entonces todo aquello?

Pero quizá la plaza más triste sea en la que se encuentran Villa Julita y Villa Encarnita. La primera, con sus tejas cubiertas de polvo, agoniza con el paso de los años. La segunda tenía un plan de rehabilitación que, quizá cuando se ponga en marcha, ya sea tarde. Villa Encarnita es un soldado tiroteado en la batalla que se niega a dejar de respirar en la trinchera polvorienta. Le falta una columna de su porche, de su terraza han brotado las malas hierbas y los remates cerámicos de la azotea desaparecieron. Su puerta está tapiada con un basto hormigonado y el tejaroz del balcón luce boquetes como balones. Pero su limonero, en el jardín yermo de polvo y muerte, sigue dando limoncitos verdes.

A 50 metros hay casas que parecen estar a punto de venirse abajo, en las que sabemos que vive alguien porque desde la azotea una toalla tendida baila con el viento o porque un cable del wifi se descuelga de manera grosera desde la azotea hasta una ventana cerrada a cal y canto. La imagen me entristece. Contrastan con las otras villas que se resisten a morir, llenas de macetas y enlucidas. En el paseo puedo ver balcones de madera labrada y forja, rejería fina e imponente, hogares que lucen orgullosos sus nombres en azulejos junto a la puerta y columnas de mármol blanco que soportan los porches. Son la resistencia y el testigo que nos enseña que otro Nervión es posible, que hubo un Nervión mejor y se diseñó hace más de un siglo.

Pero más allá de esta zona, el panorama pinta negro en las calles más anchas. En Beatriz de Suabia esos cubos blancos e impersonales de nueva construcción ahogan a las pequeñas casitas que cruzan los dedos para que no les pase como a sus vecinas y sus porches pasen a ser historia. Los cubos blancos de arquitectura mediocre se multiplican en esta zona, también en Cardenal Lluch, y los miro con indiferencia. No se trata de ponerle trabas a la arquitectura de hoy, está bien que las viviendas reflejen su tiempo. Pero si vas a tirar una villa, levanta algo que los que vivan dentro de un siglo puedan admirar.

Huyo de los cubos y vuelvo a San Juan de Dios, que con la tarde vencida vive las acrobacias de los pájaros rozando los balcones. Las dos grúas del nuevo hospital miran en su siesta de casi dos meses un cielo naranja más sobre el Sánchez-Pizjuán. Recorro en silencio Marqués del Nervión camino a casa, y un cubo blanco sale al encuentro en otra esquina frente a la promoción inmobiliaria anodina que masacró la villa del torreón de Juan Talavera, la más elegante de la calle. La política de protección no llegó a tiempo. Casi nunca lo hace. Nunca podremos recuperar lo que perdimos. Qué menos que honrar esos solares con una construcción digna, que diga algo, que hable de nuestro tiempo y de nosotros mismos. Pero mientras nos empeñemos en ser como todo el mundo y conformistas, supongo que esta es la arquitectura que nos representa. Puede que la culpa sea nuestra como sociedad, por encogernos de hombros ante la mediocridad y no valorar a los que tienen una mente creativa y despierta. Un Nervión distinto es posible, pero hay que lucharlo y dejar la demagogia tuitera a un lado. Las revoluciones desde el sofá son para cobardes.

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