Puede parecer una tontería, pero en la calle ancha de San Bernardo, desde hace décadas, los enemigos se abrazan. No es una exageración. Seguidores de Sevilla y Betis tenían en esta calle sus peñas a escasos metros de distancia. Allí los derbis no solo eran una fiesta, sino un símbolo genuino de lo que un barrio es o debe ser. Por motivos de viabilidad económica, en estos días la Peña Sevillista se ha visto obligada a trasladarse a Ventura de la Vega, en el barrio de Nervión. Abandonan su sede con tristeza y con el sueño de volver al barrio que la vio nacer.
El romance que mantenían las peñas del Sevilla y del Betis en la calle ancha era un ejemplo de lo mejor que puede traernos el fútbol. Son los valores de la amistad futbolística llevados al nivel más humano, más familiar. Allí se encontraban las dos caras de la moneda que, aunque contrarias, aquí podían encontrar en el canto de la moneda un lugar de encuentro. Ese canto era la calle principal de San Bernardo, en la que en estos días hay un sabor un tanto agridulce.
Hace mucho tiempo que en San Bernardo reina cierta nostalgia. Nostalgia de unos tiempos que parece que han sido más crueles con este barrio que con otros. Mientras en otros barrios su fisonomía ha cambiado notablemente y los inquilinos han cambiado -para bien o para mal, dependiendo de quien juzgue, en San Bernardo no es igual.
San Bernardo ha visto pasar las décadas, los ríos que se marcharon para sumergirse en las entrañas de la tierra, los trenes que dejaron de hacer estremecer los patios de las casas y de llenar de bufidos la tarde, los martillos y el humo que desaparecieron de la Fábrica de Artillería para dejar sus bóvedas llenas de silencio, el mercado desmantelado de cristales rotos, el pasaje subterráneo para cruzar las vías cegado para siempre llevándose con él sus secretos y recuerdos. San Bernardo acogió sobre su tierra las huestes del Rey Santo, se durmió con el rumor de las acequias de la Huerta del Rey y vio caer las murallas de la ciudad manteniendo para siempre su espíritu de arrabal. Porque, como pasa en Triana, ser arrabal no es solo ser «los del otro lado», sino ser un pequeño pueblo dentro de la ciudad.
A San Bernardo le ha caído el dulce castigo de que todo siga igual mientras todo cambia. Aparecen nuevas construcciones, Artillería se llena de teatro y la Estación de Cádiz de deporte, el puente vive un trasiego interminable de coches… pero siguen los adoquines, los patios de vecinos que resisten, el muro de Artillería que viste de albero la calle Cofia y las campanas de San Bernardo que ponen la banda sonora de sus mañanas y tardes. San Bernardo, no seremos nosotros quien lo diga, no necesita dejar de ser lo que es. Entrar en sus calles es sumergirse por completo en una especie de pueblo rodeado de avenidas en el que parece que nunca pasa el tiempo. No ha cambiado la esencia, pero sí se han marchado muchos de los que la construyeron y cuidaron.
Los vecinos de San Bernardo ya no son tantos como antes. La especulación urbanística cerca sus límites, las casas no son ya hermosos cofres de recuerdos familiares sino codiciados tesoros inmobiliarios con una posición privilegiada a medio camino entre el Nervión más comercial y el centro histórico. Y no pasa todo esto porque los vecinos que lo aman no lo hagan hasta agotar las palabras. El grupo ‘Somos San Bernardo’ de Facebook es un claro ejemplo. Cualquiera que aún no se haya enamorado de este barrio, allí lo considerará algo imposible. El problema de San Bernardo es que, quizá porque las nuevas generaciones no saben valorarlo o quizá porque algunos consideran vivir allí un lujo inabordable, los nuevos vecinos no llegan.
Los estudiantes universitarios prefieren los pisos interiores del Prado o El Plantinar, las parejas jóvenes no encuentran ofertas a su alcance para forma allí sus familias, y las familias ya formadas ven muchas veces por delante un reto de reformas por delante que les hace desistir. Pero, principalmente, su problema creo que es esa falta de amor por San Bernardo. ¿Quién que haya paseado por Santo Rey o la calle Ancha puede resistirse a soñar con comprarse una de las casitas del barrio para ver la vida marcharse tras sus muros?
Algunos dirán que el que escribe esto tiene poco más que treinta años y que no vive en el barrio. Puede ser legítimo creerme inadecuado para hablar de él. Pero tengo la suerte de tener este diario desde hace cinco años, de haber visto las entrañas de Artillería con los escombros de lo que fue ocupando sus naves, de haber visto su entrañable cabalgata de Reyes o haber vivido la gloria de su palio impecable cada Miércoles Santo. He visto resucitar la Estación de Cádiz y ver los bares pasar uno tras otro por la calle San Bernardo, he desayunado en El Miguelete y he visto llorar al barrio ante el ataúd de su torero más querido. He tenido la suerte de sentir que, en parte, San Bernardo era también mío, si el barrio me lo permite.
Por eso la marcha de la Peña Sevillista, con una justificación lógica como es la económica que no cuestiono, sí que es un símbolo de aquello que no es la primera vez que escuchamos. Aquellos que vivieron en San Bernardo o lo vivieron como si fueran parte de él, pero ahora no pueden regresar ni considerarlo una alternativa. San Bernardo no necesita inquilinos. No. Necesita vecinos, que es muy diferente. Gente que entienda lo que el barrio fue, es y puede ser. Lo ame, lo quiera, lo haga su nueva casa y lo llene de vida. ¿Los cauces? Pueden ser muchos. Pero no cometeríamos la soberbia de creer que los sabemos. Lo que sí le pedimos a Sevilla es que deje las avenidas y, como hago yo, surque en su camino al centro o a Nervión las callejuelas de San Bernardo. Y respire hondo y abra bien los ojos. Y después, probablemente se preguntará como yo cómo es posible que se pueda sentir nostalgia por algo que ni siquiera has vivido.
Miguel Pérez Martín es redactor y fundador de Nervión al día