Quizás antes no los veíamos, pero la sensación es que el número de personas que duermen en la calle en nuestro distrito ha crecido.
Hace tan solo unos minutos que la verja del parque ha vuelto a abrirse tras la noche, y ellos ya están allí. Buscando la sombra entre los árboles y los columpios, alejados del bullicio de los chavales que vienen a echar la mañana a golpe de litrona y reguetón, y escondiéndose de las familias y los niños que vienen a sembrar de gritos y carreras la zona verde.
Vienen cargados con su vida a cuestas, alguno de ellos con todas sus pertenencias en un carrito de la compra que arrastran allá donde van. En Ramón y Cajal uno de ellos ha dejado sus cartones guardando el sitio de dormir en plena avenida. En los soportales cercanos, otros dos pasan el día sin moverse del lugar, como defendiendo un fuerte levantado con recipientes vacíos y cajas de cartón. En las puertas de los supermercados, los mendigos miran a la cara a los vecinos del barrio cuando salen con las bolsas cargadas de la compra semanal, y el escorzo de las manos alzadas nos recuerda a aquellos chicos de pies sucios y ropas raídas de los cuadros de Murillo, que parecían tan lejanos y siguen estando tan cerca.
Corremos el riesgo de romantizar una situación que siempre ha existido, como si por haberla visto siempre no fuera algo que deba preocuparnos. La nueva normalidad, que en muchos casos poco tiene de nueva y mucho de repetir los errores de antes del año que cambió nuestras vidas. Décadas llevan durmiendo aquellos que no fueron invitados a la fiesta en el lateral de las instalaciones de Defensa junto al Puente de San Bernardo, en los portales de los cajeros de los bancos de Menéndez Pelayo, en las entradas de garajes de las manzanas de la Buhaira, en el pasaje de la Gran Plaza, junto al trajín de compras y cubos de palomitas del Nervión Plaza…
Algunos de ellos son solo seres que parezcan querer pasar desapercibidos, como si la mirada del paseante los atemorizara. Pero otros necesitan una ayuda más importante que no tiene forma de calderilla. Está el que le grita «puta» a las adolescentes cuando pasan por la tarde con sus amigas, el que habla solo a gritos y su voz retumba en las fachadas de los bloques de pisos, el que te persigue en la noche cerrada y el que, cuchillo en mano, deambuló una noche de invierno entre el tráfico. Todos son casos reales, aquí no hay nada inventado. Personas que necesitan una atención no solo social, sino también psicológica. Algo que no se soluciona con un paquete de macarrones ni con unas monedas de céntimos de las que llevamos en el bolsillo.
Muy cerca del parque, en una cuba de obra, un paquete de galletas sin abrir recibe el sol del verano entre escombros. Habrá unas cien galletas. Hay los que dicen que estos que duermen al raso no quieren ayuda. Que hay albergues, que hay comedores sociales, que el dinero no lo quieren para comer… No sé de quién será ese paquete de galletas ni su historia, cómo llegó allí. Pero en un radio de 100 metros desde la cuba hay al menos unas cinco personas sin hogar. ¿No vieron ese paquete hasta que retiraron la cuba dos días después? ¿Lo tiró alguno de ellos después de que alguien se lo diera? Solo puedo hacer conjeturas. Mientras, como el paquete de galletas, los que viven en la calle siguen siendo invisibles, los hemos convertido en parte del paisaje, en un «qué se le va a hacer».
Retiramos la mirada, nos cruzamos de acera, ignoramos sus voces, no reclamamos a los poderosos que atiendan sus necesidades pero nos rasgamos las vestiduras porque Messi se ha ido a París o porque no podemos aparcar en la puerta de casa. Preferimos no mirarlos, no tomar cartas en el asunto, no involucrarnos, que no nos afecte. No es cosa nuestra. Ojos que no ven, corazón que no siente.