Cuando cae la noche y la hora de las brujas ha comenzado, los barrios muestran su cara más amarga. La que no tiene miedo a la madrugada.
– Por aquí ya por donde usted pueda.
Va deteniéndose el taxi poco a poco en la esquina de una avenida de Nervión. La calle muestra una estampa desoladora para ser un viernes pasada la medianoche. En Triana, antes de que la carroza de Cenicienta volviera a ser una calabaza, la Plazuela de Santa Ana ya estaba libre de mesas. Quién nos iba a decir que íbamos a tener hora otra vez como cuando éramos adolescentes. Quién me iba a decir a mi que estaba apunto de ver en 200 metros la cara oscura del barrio.
El taxi se va y me quedo en la avenida esperando a que el semáforo me muestre su salvaconducto verde para cruzar el asfalto. Al otro lado del paso de cebra, un chaval solitario espera como mi reflejo para hacer lo mismo que yo. Lleva camiseta colorida y los brazos cruzados para amortiguar el aire frío que recorre la avenida. Un coche blanco a lo lejos viene a toda velocidad por la calle desierta, pero aminora al llegar al cruce en el que nos encontramos él y yo.
A medida que se acercan, se escucha el griterío dentro del coche. ¿Copita de más? Una ventanilla baja y un grito rompe la noche: «¡Maricón!». El chico del otro lado del paso de cebra mira al frente y agacha con resignación la cabeza mientras la palabra retumba en las fachadas de la avenida vacía. El coche se marcha a toda velocidad mientras se escuchan las carcajadas alejarse calle abajo. Al otro lado del paso de peatones solo hay resignación ante la impunidad de unos cobardes que gritan a un desconocido por la calle lo que les apetece. Si ese chico lo había pasado bien esta noche, probablemente esos idiotas acaban de cargárselo todo.
El muñequito verde se ilumina y me cruzo con el chico que va con la mirada baja, el paso lento y la tristeza latente. Subo la calle pensando en aquello de que la pandemia nos iba a hacer mejores. Bendito optimismo y maldita sea nuestra capacidad para no aprender nada de lo que nos sucede. Subo la calle principal con la rabia agarrotada en la vena del cuello, y frente al parque veo movimiento. En un coche con la puerta abierta, unos chavales hacen botellón con las mascarillas en el codo junto a unos contenedores desbordados de cartón y vidrio que se están convirtiendo en parte del paisaje del barrio. Miran de reojo, sigo caminando y ellos siguen a lo suyo mientras el bar de la esquina ya ha recogido la terraza y solo sale una tímida luz por debajo de la persiana semiabierta. Uno de ellos dice que los demás «están llegando». Con los infectados batiendo récords día tras día, seguimos sin enterarnos.
Alcanzo ya el portal de casa y escucho una voz cantando de fondo que se acerca. Mi casa está en una esquina y, mientras busco las llaves, escucho un cántico que me resulta familiar entonado a voz en grito y que se acerca cada vez más. Giro la llave en la cancela del portal y veo por el rabillo del ojo una sombra aparecer. Desde dentro observo la escena: un hombre de unos cuarenta años con el brazo extendido y la palma de la mano abierta desfila con paso marcial ante mis ojos. ¿Qué canción es esa? ¿Por qué me suena tanto? Entonces, mientras se marcha cantando a voz en grito, reconozco una frase: «Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer…». Más allá de la estampa, me sorprende y me inquieta que este hombre la cante a voz en grito por la calle al borde de la una de la mañana… y que se la sepa entera.
Cierro la puerta del portal y me quedo pensando mientras llega el ascensor. ¿Qué nos está pasando? ¿Estamos dando un peligroso paso atrás dejándonos llevar por la furia? ¿Hay que entender estas señales como un aviso de lo que suele pasar con los extremismos cuando llegan los tiempos difíciles? El desencanto y la desesperación son un cuchillo de doble filo. De ellas brotan las proezas y grandezas del ser humano, pero también son el terreno de cultivo para nuestras peores miserias. Dicen que se avecina tormenta, y que es de las gordas. En nuestra mano está elegir la sociedad que queremos construir, o si preferimos contribuir a la destrucción llevados por el odio y la rabia. Y, como Nerón, ver el mundo arder desde nuestra atalaya creyendo, ilusos nosotros, que esas llamas no son también responsabilidad nuestra.