Lerdos de manual

Unas frases cruzadas por teléfono en la calle bastan para este artículo. Porque la soberbia y la ignorancia me pueden.

publicidad

Son las seis de la tarde en una calle de Nervión. Mientras camino hacia mi casa, escucho esta conversación. Porque la chica que va hablando ni siquiera ha tenido la discreción de no poner el altavoz mientras camina:

  • Chica: Tío, pero que a mí no me va a multar nadie. Yo conozco a algunos policías y si me ponen la multa, les digo que me la quiten y ya está.
  • Chico: Ya, pero bueno a ti no creo que te multen. Por haber vuelto más tarde a tu casa, nadie sabe si estabas bebiendo en la calle o no.
  • Chica: Vamos, ya te digo. Da igual lo que estuviera haciendo, porque ellos no lo vieron. No hay pruebas.
  • Chico: Pues ya está, tía. No te ralles.
  • Chica: No, si yo no me rallo. Bueno, te dejo que estoy llegando a donde están estos.

Dice ella mientras se adentra en el Parque de la Telefónica, cuyo nombre oficial es Federico García Lorca. El parque, por cierto, es jauja. Allí todo el mundo hace lo que quiere aunque la policía local esté a escasos metros de la valla de la zona verde.

Las personas como las que me he cruzado hoy son una especie peculiar, pero existen. Puedes llamarlos soplagaitas, mamarrachos, imbéciles o directamente gilipollas. Pero siempre están ahí. Son aquellos que no solo hacen lo que no se puede hacer, sino que se vanaglorian de ello y, en caso de que los pillen, recurren a la fanfarronada de «es que yo tengo muchos amigos policías». Y aún se cuestionan por qué quieren adelantar más el toque de queda. Aunque al final pagan muchísimos justos por unos cuantos pecadores.

No hablo solo de los de ahora, de los de «no pasa na por saltarme el toque de queda» durante la pandemia o de los que se saltan los cierres perimetrales. Hablo de los que dicen que no han bebido tanto para coger el coche aunque sí lo hayan hecho, de los que insultan por redes como cobardes porque allí todo el mundo es valiente tras su imagen de perfil, de los que prenden fuego a los contenedores y echan agua con lejía en los alcorques de los árboles después de fregar, de los que convierten las calles en basureros y luego a golpe de Twitter le echan la culpa a Lipasam. Hablo de que queremos ser una Kardashian, porque eso es lo que nos han enseñado que mola ser, pero no como tu hermano mayor o la gente que ayuda a mejorar el mundo desde su pequeña atalaya, porque eso no vende.

Para ellos el mundo es un lugar injusto en el que se coartan sus libertades. Eso es lo que nos ha enseñado una política nacional que escupe mentiras con tal de salvar su pellejo y su manera de ver el mundo. Porque solo hay una manera de verlo, y es la suya. Y aquí radica el mayor problema: confundir la libertad con la anarquía. O ese tópico ridículo de que los profesores deben educar a los niños, cuando son los padres los únicos responsables de su educación. A los maestros corresponde la formación y, en todo caso, la corrección de alguna conducta puntual, pero no el peso de la educación de un niño. Y ojo que este texto no va solo de adolescentes, que hay gente de 20, 30, 40 y más para echarles de comer aparte. Y muchas veces son mucho peor que los que no han alcanzado la mayoría de edad.

Nos hemos acostumbrado a que la culpa es siempre del otro y a que cómo me van a echar la culpa a mí siendo yo quien soy. Que yo tengo conocidos, y tengo personas influyentes en mi círculo, y tengo un cuñado que… Y así sigue girando el mundo, y siento que el cariño que uno tiene hacia su barrio, hacia las calles que lo vieron crecer, se va perdiendo. Y en las hojas mojadas del libro de la memoria se va borrando el camino que nos trajo hasta aquí. Ya no importa de dónde venimos si no nos lo cuenta una pantalla, ya no nos preguntamos por qué son las cosas como son antes de intentar cambiarlas, ya no recordamos tiempos peores… porque nunca los vivimos, afortunadamente.

Mi bloque se asienta sobre una antigua granja. Pero es que mi colegio ocupa el solar de una antigua vaquería que repartía leche a todo el barrio. Y donde trabaja mi amiga era un convento, y el Nervión Plaza un día fue un estanque con patos, y donde mis amigos estudian música antes se sacrificaban cochinos… La vida cambia mucho en poco tiempo, sobre todo en la periferia, pero es necesario conservar la memoria. Y sabiendo de dónde venimos probablemente encontremos un lugar en el que reconciliar nuestra vida actual con aquel pasado, mucho más sencillo, que nos ha traído hasta aquí. Y quizá podamos ser ciudadanos del siglo XXI, que es lo que tenemos que ser, pero sin olvidar que un día fuimos solo sueños sobre praderas y huertas. Y entonces se nos bajará esa soberbia ridícula de adolescentes, de creer que nacimos entre algodones y rosas y que, a pesar de eso, el mundo nos oprime.

Y, seamos padres o hijos, quizá si atendiéramos a nuestras obligaciones nuestros profesores no tendrían que tomarse un ibuprofeno al acabar la jornada y pensar que ya queda menos para el viernes, que bastante tienen. Y aprenderíamos a tener un poquito más de sentido común.

publicidad

Compartir:

Otras noticias

Comer en Nervión