La noche que San Bernardo detiene el tiempo

Cae la noche sobre los tejados antiguos de los corrales del arrabal de los toreros. Parece que en el interior de la Parroquia estén esperando a que la tiniebla tome el cielo para que el Cristo de la Salud gobierne el esplendor dorado de su paso.

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La coreografía perfecta de la corporación hace que el presbiterio se despeje entre la multitud mientras las luces de la iglesia van apagándose poco a poco para dejar a las velas su reinado. Y es entonces cuando, con un sordo golpe, la puerta del lateral del templo se abre con chirridos para dejar entrar un hilo de luz urbana que aquí parece seguir siendo de lámpara de gas.

Como un antiguo ritual, la ronca voz de los Villanueva conducen el canasto dorado entre el gentío a través de la nave principal. El río de gente se va abriendo y el eco de la voz del capataz retumba en la alta bóveda de la iglesia. Como un barco navega la parihuela hacia su legítimo dueño, que espera en un sueño eterno rodeado de velas en el altar.

Golpe de llamador. Ahí queó. Chaquetas oscuras y manos curtidas abrazan la cruz. Dios se eleva entre las cabezas y la luz de los móviles. Y avanza al calor de las velas. Con la Virgen del Refugio en solemne expectación desde su hornacina, el crucificado comienza el ascenso a un calvario barroco.

Y es en ese momento en el que el Cristo de la Salud se queda flotando en el aire cuando la muchedumbre deja de respirar. Y se escucha el crujir de la cuerda tensada que eleva el madero en un silencio que nos hace olvidar que hay cientos de personas tomando el crucero.

El Dios del arrabal va descendiendo de nuevo a la tierra, y le espera el abrazo de dos hijos que lo posan con mimo en un calvario desangelado que será florido cuando empiecen a escucharse cornetas en el Porvenir. El lujo de la tiniebla. La voz de la saeta que rasga la noche mientras la cruz se encaja en el paso. El escalofrío.

Y una vez terminado el ritual ancestral, el que parece hecho para ti aunque la multitud lo presencie como la oración del torero escuchada a traición desde el dintel de la puerta, el Cristo de la Salud llama al cielo para caminar por la nave central en un cuadro barroco. Saetero y capataz ponen la palabra, los pies racheantes, la banda sonora.

Y tras casi media hora que parece habérsenos escapado entre los dedos, bajo un hilo de luz el crucificado espera mientras el paso vuelve a besar el suelo, a esperar un miércoles soleado. Cuando las 2.000 almas que lo acompañan llenen el templo albero y grana y no se vea ni el color de las losetas en el bullicio.

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M.P.M. / Fotos: José Manuel Llamas

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