La noche del odio en San Bernardo

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El llamado alzamiento del 18 de julio dejó en el arrabal de San Bernardo escenas dolorosas y dantescas. Aquella noche, un grupo de jóvenes cargados de odio usó el lenguaje del fuego, las hachas y los cuchillos para destruir una parte de la historia del barrio. En las hogueras se consumió el alma del arrabal.

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Todo comenzó, según cuentan las crónicas, en los aledaños del Cine Florida. Allí un grupo de jóvenes recogía al inicio de aquella noche un bidón de gasolina de un negocio de venta de automóviles. Esos jóvenes, que han escuchado el martilleo de los tiros en la Plaza Nueva y que ven la columna de humo del incendio de la cercana San Roque teñir de negro el cielo, van camino del ayuntamiento desde Nervión y Ciudad Jardín. Se paran en San Bernardo y allí se les unen vecinos del propio arrabal, un arrabal que entonces es obrero y donde la gente, azuzada por el hambre, vive hacinada en corrales de vecinos alimentada por el odio de la injusticia.

Aquella noche aquellos jóvenes ven en la torre de San Bernardo un foco en el que centrar la ira de sus maldiciones. Con ese bidón de gasolina prenden fuego a la puerta de la parroquia. El párroco, desde dentro de la iglesia, lanza cubos de agua para sofocar las llamas, hasta que llega a darle un ataque al corazón. Los vecinos de las casas cercanas, asustados, llaman a los bomberos que vienen desde el parque del puente y sofocan las llamas.

Pero la puerta, una vez vencidas las llamas, está carbonizada y abierta la iglesia. Los exaltados entran y sacan del templo unas 300 túnicas de nazareno y varias imágenes, entre ellas la Virgen del Refugio. En el ensanche de la puerta de la Fábrica de Artillería que da a las calles Cofia y Gallinato, con ellas hacen una hoguera terrible. La dolorosa arde fruto del odio y la sinrazón.

Mientras, en el interior de la iglesia, la barbarie no tiene medida. Las crónicas y los testimonios cuentan varias versiones, que suman actos de odio uno tras otro. Dicen que mientras unos apuñalan el techo de palio de la hermandad y lo pisotean, otros arrastran el manto de la Virgen para alimentar el fuego en el exterior. En el altar del Cristo de la Salud, otro grupo intenta sacar a la calle al crucificado. Pero la cruz está clavada al altar. Es el momento del escalofrío de las hachas y las palancas, con las que arrancan la imagen a trozos para poder sacarla a la calle. Dicen que solo parte de los brazos, reventados a hachazos, quedaron prendidos de la cruz. El resto, es sacado a la calle por trozos.

Los fragmentos de aquel crucificado van alimentando el fuego en las calles de arrabal. Dice la leyenda macabra que incluso aquellos jóvenes jugaron con la cabeza del cristo al fútbol antes de que fuera pasto de las llamas. Las actas de aquella noche, cuya información sacó a la luz ABC en su día, hablan de que la mañana del 19 de julio, con la pira apagada y viendo que el cristo no había ardido del todo, aquellos salvajes volvieron a trocearlo con el hacha y el fuego volvió a arder. Dicen que aquella mañana las fuerzas de Queipo de Llano tirotearon a los exaltados haciendo correr la sangre a las puertas de Artillería. Cuando todo pasó y solo quedaba el rastro de la barbarie y la muerte, alguien recogió los pocos trozos que quedaban del crucificado. Los dos brazos que se habían quedado clavados en la cruz, una potencia, un par de tornillos, un pie, un fragmento del paño de pureza…

Son las reliquias de una noche de odio. Y por eso, para implorar misericordia cuando parece hasta sensata la venganza, aquellos trozos presiden la sala de juntas de la Hermandad de San Bernardo. Como un recuerdo, como un aviso, como una lección de lo que el odio puede provocar en el ser humano. Como aquellos fragmentos de la memoria que no han de ser escondidos, sino expuestos, para que la Historia atroz de aquella noche no vuelva a repetirse.

Miguel Pérez Martín

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