Todos fuimos adolescentes. Todos fuimos jóvenes y culpar a una generación de todos nuestros males es demasiado fácil.
Esta es una historia de recuerdos, pero sobre todo es un bodegón de personas que se cruzaron en mi vida. Cada perfil es real, no así sus nombres, pero estoy seguro de que se reconocerán. Lo que hoy somos es un mosaico en el que cada mujer u hombre que nos ha acompañado en el camino ha ido dejando su tesela. Algunos mejoraron el dibujo, otros compartieron el proceso, otros rompieron nuestro diseño… y otros nos ayudaron a recomponerlo. Cada generación de adolescentes, por lo general, ha sido «la peor». Da igual los años que pasen, que los que son jóvenes en ese momento serán mucho peores que quien los mira desde la distancia.
Cuando éramos adolescentes, el botellón no estaba prohibido. Solo es un dato, no un reproche. Las noches en los alrededores del Bar Chile eran como la democratización de lo que en su día debieron ser las fiestas en los salones de baile de los palacios. Salvando las distancias, claro. Aquí Greta Thunberg no había ni nacido, y aquello era la fiesta del plástico y nos daba lo mismo. Nos arreglábamos a muerte para bebernos un whisky de cuatro euros la botella en un vaso de plástico. Deambulábamos de un grupo a otro saludando en lo que ahora llaman «la putivuelta» y no se hacía botellón para entrar luego en ningún sitio necesariamente: el botellón molaba mucho más que encerrarse en cualquier discoteca. Alberto, que siempre fue el mayor de la clase, nos obligaba antes de marcharnos a recoger las bolsas y botellas y tirarlas a una papelera. Siempre tuvo lo verde muy presente: antes de que el animalismo fuera ‘mainstream’, él ya nos avisaba en el patio que tuviéramos cuidado no fuéramos a pisar un hormiguero. En aquellos tiempos no sabíamos lo que era un ‘selfie’, prácticamente porque teníamos un Nokia que era un pisapapeles pero, eso sí, tenía el juego de la serpiente. La cámara frontal del móvil de hoy en aquellos tiempos nos hubiera parecido brujería. A Claudia le daba igual todo y llevaba a clase un estuche de las Supernenas, porque a ella le gustaban; y Julio, al que nunca le había caído bien, decidió perder 20 kilos a golpe de pollo a la plancha y verduritas al vapor porque quería darle un giro a su vida.
Cuando el botellón comenzó a estar prohibido, a nosotros nos pilló en los últimos coletazos y corríamos cuando veíamos las luces azules sin dejar a nadie atrás, mirando con el rabillo del ojo cómo nos habíamos olvidado la bolsa de hielos en el suelo en la huida. Lo que significaba que o a beber a palo seco o vámonos para casa, que esa no ha sobrevivido a la estampida. Aquellos días Rodrigo y Pedro quisieron ser raperos y hacían sus temitas que nos mandábamos por correo electrónico, y nos copiábamos discos que iban desde Álex Ubago -que se lo compró Mario y luego nos lo pasó a todos- a remezclas propias o ajenas de ‘breakbeat’. Ir al cine seguía siendo un plan normal de un viernes e incluso algo que hacer en un cumpleaños. En el patio central del Nervión Plaza había corros por las tardes de gente haciendo ‘capoeira’ y cada esquina era un lugar perfecto para una emboscada de los canis. «Illo tiene’ un euro» era la frase maldita que ninguno queríamos oír.
Ya más mayores, ir a Madrid era para nosotros como ir a Las Vegas, e intentábamos hacerlo una vez al año. Salíamos mucho, nos dejábamos deslumbrar por los neones y algunos, como Marcos, iban a ver a la chica que le gustaba. Y poco a poco, aquellos adolescentes dejaron paso a la siguiente generación, y comenzó la distancia. Cada uno tomó una desviación de aquel camino principal, como siempre pasa. Decían que éramos unos inconscientes, supongo que pensaban que cómo iba a salir el país adelante con aquella panda de muchachos ebrios, que no hacíamos nada con nuestras vidas. Y en estos días me acuerdo mucho de aquella generalización, y me jode. Porque seguimos igual que entonces. Hoy todos los jóvenes se saltan el toque de queda, todos los adolescentes hacen botellón, todos son los peores y todos nos están llevando a la catástrofe sanitaria y económica. Que los hay así, pero miren a su alrededor y díganme si son una muestra representativa. Me pregunto qué habríamos hecho nosotros si nos toca esto.
Hoy Alberto, el ecologista pionero, es arquitecto y padre de dos niñas y nos manda vídeos jugando con ellas (en Semana Santa montó hasta un palio para la más pequeña, con cartón reciclado por supuesto). Claudia dejó a las Supernenas de lado y se volvió una abogada con un rollo rockero. Y Julio, mi némesis en su día, me rescató de Madrid en un momento chungo para incorporarme a su empresa, trabajamos codo con codo y ahora somos amigos. Rodrigo dejó de rapear, se pasó al baile con la salsa y la bachata, y hoy cuelga sus micropoemas en sus redes sociales de vez en cuando. Pedro también dejó el rapeo y ahora es más de flamenquito y de trabajo duro en la oficina. Mario ya no nos copia discos de música, pero si se pone delante del ordenador es para trabajar en proyectos pioneros en informática. Y Marcos se casó con aquella chica de Madrid a la que iba a ver y la convenció para venirse a vivir a Sevilla, donde tiene una bonita familia.
Mi generación no es la mejor, solo es la que conozco. La que acabó la carrera y se encontró con la crisis galopante y todas las puertas cerradas, de los primeros mileuristas, la que salió a la calle en una noche lluviosa en grupo para gritar ‘No a la guerra’ después de enterarse en clase de que unos salvajes habían volado unos trenes de Cercanías en Madrid, la que cuando por fin se estaba recuperando de aquella crisis primitiva se ha topado con la pandemia y le ha clavado el estoque, la que tuvo que emigrar y en muchos casos nunca volvió… Somos nosotros, aquellos jóvenes inconscientes, y solo intentamos hacerlo lo mejor que podemos, que no es poco. Y esos adolescentes de hoy, probablemente, harán el mismo recorrido que nosotros a lo largo de los años. Y entonces nos daremos cuenta que fuimos injustos con una generación completa, porque ni todos los irresponsables son jóvenes ni todos los jóvenes son irresponsables. Pero de eso se encargará el tiempo, que en su justicia templada, pone a cada uno en su lugar.