Mientras el distrito se aferra frenéticamente a una hora más de calle en plena primavera, en San Bernardo el corazón se detiene.
Hoy no he venido aquí a nada más que a hablar de San Bernardo. Ayer por la noche, sabiendo que la noche nos daba una hora más de paseo, decidí perderme tranquilamente en las calles antiguas del arrabal. Me gusta recorrer sus calles desiertas cuando la tarde ya se ha rendido y los jazmines abiertos pregonan los bostezos. Andar sobre el adoquín prensado de San Bernardo me trae paz, ver sus viejas farolas que parecen tener aún el destello de las luces de gas.
Más allá de los Jardines de la Buhaira las mesas de las terrazas bullen entre tintineos de platos y cenas adelantadas en esta primavera rara. Pero al pasar las antiguas puertas de la muralla de palacio, un barrio tan viejo como las propias leyendas de la ciudad se presenta ante el paseante como una utopía. En Santo Rey hay ese murmullo perpetuo de hermandad, y tras las puertas abiertas de la casa hermandad se presenta majestuosa la custodia del barrio en su paso. Esa que sale en septiembre y no en junio, coincidiendo con la Exaltación de la Santa Cruz, que hasta eso aquí es distinto. Al fondo, el manto de la Virgen del Refugio preside esplendoroso el segundo patio.
Pero si hay algo en Santo Rey que hipnotice es esa parroquia levantada en gradas para que las aguas malditas de las inundaciones no pudieran con ella. Imponente su torre elegante, manchada del albero que nunca vio la sangre pero que se pinta de grana los alféizares y las cornisas. Subo los escalones, nada se oye desde el interior mientras en el reloj están a punto de dar las nueve de la noche. Y al entrar, allí está. Solo para mí. En una iglesia totalmente desierta, al final de un viacrucis de suelo ajedrezado se presenta sobre terciopelo rojo el crucificado de la Salud. Camino lento, como el que teme que el momento se rompa si lo consume con prisas, me voy acercando entre hileras de bancos desiertos y llego a enmarcarme en el centro de la cúpula. Qué de trabajo has tenido estos meses, qué de «por qué» lanzados al viento ante tu cara de aquellos hijos del arrabal que han perdido a sus familiares y amigos… Y aún así, desde tu muerte tranquila, pareces seguir concentrado en seguir mandando Salud a aquel que lo necesite.
Recorro de vuelta la nave central y vuelvo a respirar el remoto olor del azahar al salir a la calle. En la calle Ancha, da alegría ver El Miguelete hasta la bandera. Y con mucha gente joven y familias, que es lo que muchas veces reclamó este barrio: vida, que no lo dejaran morir en silencio. Aún hay cosas pendientes, como esas casas que en la propia calle Ancha llevan años con el cartel colgado de que van a comenzar unas inminentes obras, o la puerta tapiada de la antigua Escuela de Adultos… Pero al llegar a la entrada a la calle central desde Demetrio de los Ríos, las dos primeras casas dan una cierta esperanza. Remodeladas con gusto, ahora sirven de pórtico digno para un arrabal lleno de historias.
Frente a esas casas, el puente. El más bonito de Sevilla, si me lo permiten. Tan bonito que nunca le hizo falta río, y cuando desaparecieron los raíles, sobrevivió. Lo subo para ver el barrio desde las alturas, con ese aire romántico entre los árboles. Las farolas de cristales cúbicos marcan, como las estrellas en Peter Pan, el camino hacia esa torre que tiene un balcón de excepción que da a Eduardo Dato. Algo más allá, la diputación se ha hecho un foso de pétalos de azahar y continúa con el albero y grana que es santo y seña de la zona, no en vano por aquí buscaban los torerillos una vaquilla que torear con nocturnidad y alevosía.
Y si una luz nunca se apaga es la de los Bomberos, porque son los héroes del barrio. El barrio los quiere y ellos quieren al barrio. Y desde los bajos del puente, esperan la llamada del socorro para, como San Juan de Dios, tomar al frágil en brazos y llevarlo a terreno seguro. Al otro lado de las vías del tren que los vecinos siguen viendo aunque ya no existan, a la fábrica le han echado estos días por los hombros una rebequita de hojalata. Pero eso es señal de que el más grandioso edificio del barrio ya no duerme el sueño de los justos mientras sus paredes se caen a pedazos, sino que se prepara para una nueva vida que parecía que no iba a llegar nunca. Curioso este barrio tranquilo que huele a pólvora y tiene un pasado de salvas de cañones. En las calles de alrededor del conjunto fabril, vive el San Bernardo que fue Santa Cruz antes que la propia Santa Cruz, con esos recovecos de naranjos y balcones en la calle Portaceli o ese muro viejo e infinito que custodia la calle Cofia. Calles de pasado imperial de la ciudad grandiosa que, como todas, fue poblada por pobres hombre con manos llenas de callos en arrabales como este.
Salgo de San Bernardo y la ilusión parece que se desvanece. De repente vuelve el sonido del tráfico, los chavales en los parques con la música puesta en el móvil a toda leche, las cenas apresuradas mirando el reloj antes de que llegue la hora de encerrarse, el exceso de luz y las farolas altas… y miro atrás. Y ya echo de menos San Bernardo, con su vida de antes y su inmortalidad. Porque si alguien sabe de vida eterna, son los que lo levantaron. Y los que se negaron a marcharse, por muy cuesta arriba que vinieran los tiempos.