El viaje de Luis y Antonio

Antonio ya está esperando con Luis en un balcón de azulejos sobre la cúpula del Hospital de San Juan de Dios.

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En ese precioso documental que Carlos Valera creó para este cincuentenario de la Hermandad de la Sed, vemos a Antonio Dubé de Luque mirar cara a cara en la penumbra a su Virgen de Consolación. Con esa mirada inquieta y la boca entreabierta, el imaginero acaricia suavemente el rostro de la dolorosa que salió de sus manos hace medio siglo, como queriendo enjugarle las lágrimas. Solo unos segundos después, vemos a Luis Álvarez Duarte mirar con los ojos del niño que quiso ser imaginero a través de la herida del clavo del Cristo de la Sed.

Los barrios tienen su propia galería de ilustres, van por su cuenta. En el panteón noble de Nervión, ese que no tiene muros porque vive en la memoria de los vecinos, duermen en el sueño eterno Luis y Antonio. Ellos escribieron las primeras páginas de una historia que, cada miércoles, Nervión vuelve a leerle a los que se fueron entre las sábanas del cielo. Luis pintó de miel y romero los ojos del crucificado, como una cruz arbórea que reverdece. Antonio le puso a la mirada de la dolorosa el reflejo del cielo y el mar, y el vuelo del manto de las Inmaculadas de Murillo.

Luis clavó en la cruz a su Dios vivo muy cerca de aquellas Inmaculadas, en la casa de un médico en la Plaza del Museo. Antonio le colocó la primera mantilla a Consolación en su hogar de Fernández y González, donde el imaginero la había mimado entre repiques de campanas de la Giralda. Hoy ha querido noviembre que Consolación vista el luto por el mes de los Difuntos en el que nadie esperaba tener que honrar a Antonio. Ya dolía demasiado la reciente partida de Luis antes de ver a su crucificado, de nuevo, presentarse ante las puertas de la cárcel.

No es Nervión el único de nuestros barrios que vive este duelo por los imagineros. En La Calzada añoran a Luis, que dio las últimas pinceladas al Cristo de la Sangre por un inesperado accidente de Buiza, y también a Antonio, que pintó el cartel de la coronación de la Virgen de la Encarnación. Y en San Roque, cada vez que el Señor de las Penas se ponga en la calle, recordarán que aquella cruz de tormento salió de las manos de Antonio y la abrazarán fuerte, como hace ese Cirineo de Illanes que es tan sevillano que tiene cara de cargador del Mercado de la Encarnación. Y muy cerquita, en San Pablo, los ojos verdes del Cautivo serán siempre los ojos del Luis niño que quiso ponerle mirada de esperanza al mediodía de un lunes en Luis Montoto. Las manos de Luis también crearon el monumento a Fray Serafín Madrid que vemos en la Gran Plaza, y de las gubias de Antonio nació el San Bernardo que preside la parroquia del barrio de los toreros, y que fue subido al camarín una noche de 1975, mientras el dictador daba su último aliento.

Ninguna fiesta es perfecta. Tampoco este cincuentenario, que en su vertiente cruel ha despedido en dos meses a las cuatro manos de las que salieron las devociones de La Sed. Cuando el próximo miércoles de primavera vean al crucificado y a su madre buscar los ojos de los enfermos en San Juan de Dios, Antonio y Luis estarán más allá de la cruz de la cúpula sonriendo. Creían los antiguos que marchábamos al otro mundo en la barca de Caronte. Pero seguro que ellos están navegando en el barquito de Consolación.

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