El fuego ha llegado, como cada año. El asfalto huele como si fuera a fundirse de nuevo y el barrio, fantasma, es menos humano.
Abrir la ventana es un atrevimiento. Un completo acto de osadía. El cielo se desploma sobre los edificios más altos de Nervión con su paleta de grises deslumbrantes, aunque el color de la alerta es el naranja. No es la lluvia, es el bochorno. A las 10.30 de la mañana la sensación en la calle es la misma que otros días hemos tenido a la una. Mal momento para no tener pantalones cortos a mano.
Los días de calor extremo tienen incluso su propia poesía, como que esto no sea una ola sino una cúpula. Se sufre igual, pero suena elegante. Esta mañana la calle era un desierto. Además de los que han huído -suertudos ellos- a las frescas costas, hoy faltaban también aquellos que pasean alegres con el periódico bajo el brazo, los que han dormido más de la cuenta pero aún así van a por churros, las familias que avanzan a paso ligero camino de sus parroquias para ir a misa porque llegan tarde… Y muchos otros. Las terrazas de los bares, por primera vez en mucho tiempo, estaban desiertas mientras que los interiores de los bares estaban llenos. Hoy era día de encomendarse al aire acondicionado -el que lo tenga- y de acordarse de los pesaditos de los toldos del centro.
Porque vaya brasa (literal o figurada, como la consideren) con los toldos del centro. Cuando nos quejamos de que en los diarios nacionales solo se habla de Madrid, no caemos en que tenemos también lo nuestro en los locales con hablar del centro. Que los de murallas para dentro no tengan sombra importa mucho más que no la tengan los de fuera de las murallas. A nosotros que se nos derritan las chanclas, que eso da igual. Y me diréis que los toldos se ponen en el centro porque allí no hay árboles… pero es que también sus calles son más estrechas que muchas de las nuestras y, excepto cuando el sol está en lo alto, siempre hay un trozo de sombra. O me comentaréis que es que por allí pasa mucha más gente… pues sin estar el turismo, no sé yo si será tanta.
También podríamos hablar de por qué hay toldos en el centro y solo en el centro. O mejor aún: por qué la sombra es una necesidad en el centro y no en el resto de los barrios. Porque estamos muy dolidos de que la gente sufra el sol en la Plaza de la Campana pero no en la Avenida de Hytasa. Y claro que no estoy insinuando que se cubra de toldos una avenida así: eso es imposible a menos que montes la madre de todas las estructuras. Pero, ¿Y unos árboles en condiciones que den sombra? ¿Y unas pérgolas? Con la ventaja, se me ocurre, de que los pilares de las pérgolas pueden servir para incorporar de manera más natural elementos de mobiliario urbano como bancos y papeleras.
Pero claro, los problemas de la periferia se quedan en la periferia. Da igual que la plaza delantera del apeadero de San Bernardo sea un verdadero infierno o que quedar con alguien ante la Facultad de Derecho pueda costarte una insolación. ¿Cómo puede ser que la parte de la Avenida de la Buhaira que separa las dos mitades de los frondosos jardines sea una zona intransitable en verano? ¿Quién entiende una plaza nueva como la de la Estación de Cádiz configurada para que sea un infierno de cruzar? ¿Y la sauna que son las paradas de autobús de la Gran Plaza o del intercambiador del Prado? Por no hablar de la acera oriental de la Avenida de Ciudad Jardín, a la que un día el carril bici y las paradas de autobús dejaron de un tamaño ridículo y en la que los árboles son solo una ensoñación. O de algunos tramos de Luis Montoto en los que prefieres darte la vuelta o callejear antes que seguir caminando por allí. Y podríamos seguir con Luis de Morales, Kansas City, San Francisco Javier… o la explanada del infierno que rodea el Sánchez Pizjuán.
Desde el consistorio nos han dicho que se trabaja para crear el año que viene «zonas de sombra» sin necesidad de que sea a través de toldos y, por primera vez, no solo será en el centro. Aunque habrá que esperar unos meses para ver en qué se materializa eso. Por ahora, a la cúpula de calor no hay cúpula verde ni de sombra que la combata en muchos puntos de la ciudad. Y admito que no somos los que estamos peor, que cuanto más te alejas de las murallas más cuenta te das de que allí los veranos deben ser complicados. Los toldos vienen y se van, pero la sombra generada por el verdor, aunque tarde en dar sus frutos, se queda y la inversión se amortiza con espacios más habitables. Espacios que animan a comprar, espacios que animan a consumir en las terrazas y a salir a la calle para dar vida a los barrios. Que de eso se tratan las ciudades, de ser también lugares de convivencia, espacios habitados por los ciudadanos; que sin hacer de menos a los turistas, son los que las viven todo el año. Sea en la calle Tetuán o en la Ronda del Tamarguillo.