Diario del virus: Nervión en la mañana antes del estado de alarma

Aún no había comparecido Pedro Sánchez por el virus, pero el distrito ya estaba distinto. Todo estaba igual, pero todo era diferente.

publicidad

La conciencia que hace unos días no había despertado y nos decía que no pasaba nada, martilleaba hoy mi cabeza. Para alguien que tiene alergia como yo, la incertidumbre ha sido una losa estos días. No soy ni mucho menos hipocondríaco, pero de vez en cuando, por los que viven conmigo, pensaba si esto era lo de cada primavera o era algo distinto. Después de revisar el termómetro y los síntomas -y leer mucho a las fuentes oficiales, algo fundamental-, falsa alarma.

Esta mañana supuestamente teníamos una visita guiada privada a la exposición del cincuentenario de La Sed -al llegar lo que contaríamos in situ sería la cancelación de la muestra-. A las doce de la mañana salía por la puerta de mi casa y la primera señal estaba en la panadería. Allí parecía todo igual: el bullicio de cada día esperando la cola para llevarse una oferta de andaluzas o de vienas. Pero de igual nada. La cola estaba hecha en plena calle y entre persona y persona, un metro de distancia los separaba. No he podido evitar hacerles una foto y empezar a pensar en si ese chip en nuestra cabeza ante el coronavirus ha saltado para todos. O si sigue habiendo gente que no ha entendido que es hora de ser responsables, por mucho que el sol de la primavera te llame.

Bajo un túnel de azahar continúo el camino, y paso por el entorno de Ramón y Cajal. Una anciana con un carro de la compra se asoma a la puerta de una clínica de dietética, y sin entrar siquiera dice desde la puerta: «Mira, venía a decirte que no vamos a venir por ahora». Desde dentro de la clínica, una voz joven responde como si lo que estuviera diciendo la señora fuera una obviedad. En el barrio se respira un silencio extraño, quizá sea más sugestión que otra cosa, pero la siempre populosa terraza de un bar con suelo de albero hoy solo tiene dos mesas llenas. En una de ellas, un grupo de ancianas desayuna entre risas. Desde el otro lado del muro del colegio de las Carmelitas se oye solo alguna pelota botando: ni un grito de emoción de los que hacen educación física, clases de las que se despedirán a partir del lunes cuando los colegios sean edificios fantasma.

Antes de llegar al barrio de San Bernardo, me cruzo con un ciclista con mascarilla por el carril bici de San Francisco Javier -de las gourmet, no del trampantojo ese que se hace la gente en casa con papel higiénico a golpe de tutorial de YouTube-. El tráfico es similar al de cualquier día anterior, pero en la Facultad de Turismo no hay ningún movimiento. Apenas hay coches en el aparcamiento, y en los bares de desayuno oficial de Viapol las terrazas solo las ocupan los gorriones buscando alguna migaja que se haya salvado de la escoba. Más allá, en un restaurante preparado para abrir hay una limpieza a fondo en la que se está dando lustre hasta a los elementos decorativos de las repisas más altas antes de que los extranjeros de almuerzo temprano entren por la puerta.

Camino intentando no acercarme a la gente con la que me cruzo, sobre todo los ancianos. Esa población de riesgo a la que quiero darle un tirón de orejas, porque a las 12 de la mañana están dando bandazos por los Jardines de la Buhaira o paseando a sus nietos en los carritos por las calles de los barrios. ¡Quedaos en casa, que no es un capricho! Otros abuelos están en los pequeños bares de San Bernardo con el café en la mano. Eso sí, en un silencio extraño. El mismo silencio que hay en la puerta de la parroquia del arrabal, en la que la hermandad ha suspendido todo lo previsto.

No hay pánico que cundir, no es esta crónica una alarma. Solo es un relato de lo que ha visto este servidor, como todos los vehículos de los bomberos fuera del parque, bajo el puente de San Bernardo y con las puertas abiertas. Intuyo que se están llevando a cabo medidas extraordinarias de desinfección y limpieza. Los guardianes de nuestra tranquilidad, como sanitarios y policías, tienen que estar protegidos por todos nosotros. No es solo responsabilidad suya: lo es de todos. En una esquina, una vendedora de aceitunas hoy está inquieta. «La cosa está complicá», le dice a un cliente mientras le entrega con guantes la bolsa llena de gordales. Aunque en el Coronado ya hay trasiego, como lo habría en los bares del Salvador minutos después, algo que ha desatado la ira en redes sociales.

En los bares, también mucho turista. En los parques, algunos adolescentes toman el sol litrona en mano como si esto no fuera con ellos. Desayunos al sol y cervecitas irresponsables en la ciudad del museo y el alcázar clausurado. La de los cabildos extraordinarios y las andas que no verán la luz de la luna en Cuaresma. La de los comunicados que se encadenan y los cultos retransmitidos en streaming. En Nervión mañana sábado el encierro voluntario será más evidente, y el estado de alarma pondrá todo lo demás. No es pánico, es responsabilidad. Quédate en casa, como nosotros haremos. Y ayuda a aquel que lo necesite. Ser valiente en estos momentos no es salir a la calle, es ser voluntario y poner el wifi a disposición de los vecinos, amenizar con directos de música a los aburridos en sus casas, hacer la compra a los mayores que viven solos para que no tengan que salir, ofrecerse de niñeros cuando los colegios cierren si no tenemos nada que hacer y estamos sanos… Y demostrar esa máxima que dice que las crisis sacan lo mejor de nosotros. Como decía aquella loca no tan loca Blanche -la cordura no siempre es lo que nos pensamos- en ‘Un tranvía llamado deseo’, porque es tiempo de ser cautos pero también de esperar lo mejor del vecino: «Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos». Así sea.

publicidad

Compartir:

Otras noticias

Comer en Nervión