Diario del virus (X): Las banderas de las nueve

El estadio huérfano donde España tuvo en Sevilla a su ‘jugador número 12’ se llenó de banderas. Pero hoy no había balón en el campo ni gloria que festejar.

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Pasan las ocho de la tarde en el reloj y este paseo de la marmota vuelve a poner el contador a cero. Ya está aquí el veranito, ya vamos a estar viendo shorts y camisas abiertas hasta el ombligo. La calle San Juan de Dios mira con recelo y envidia a la Plaza de Antonio Aparicio Herrero, porque un señor de Parques y Jardines ha venido a quitar los matorrales que invadían la acera, pero con ella no ha querido bailar ni desbrozar. Habrá que seguir esperando.

Avanzando por San Juan de Dios, la Barriada de Jesús del Gran Poder se ve como un fortín. Una plaza que da la espalda al barrio y se pliega sobre sí misma. Un barrio dentro del barrio. Entrando por una de sus callejuelas entre portales no aptos para gente bien criada, se llega a la coqueta plaza. Bueno, coqueta si tienes la suerte de que se hayan alineado los planetas y haya pasado Lipasam. Hoy no ha habido fortuna.

Entre hojarasca, papeles y latas de cerveza presidiendo orgullosas los poyetes, aparece él. Los dos chavales me miran con cara rara porque he venido a hacerle una foto. A él, el que vive en la eterna pincelada de su azulejo. Esta placita que quiso ser San Lorenzo tiene al Señor de Sevilla entre flores de tela y farolitos de forja. En este entorno de desamparo, entre tendederos llenos y ventanas abiertas sin pudor, el Gran Poder vive entre el olor de los pucheros y los cigarrillos en la ventana. Y sus colores y realismo parecen más verdaderos en sus dos dimensiones, altura y anchura, divinidad y humanidad.

La plaza central de la Barriada de Jesús del Gran Poder.

Dejando atrás los parterres de la vergüenza de Eduardo Dato, llenos de guantes de plástico de esa gente que sale del supermercado y protagoniza un striptease incívico; en la Gran Plaza las fuentes ponen color y rumor de agua a la tarde que se derrama sobre el asfalto. Del olor se encargan en la parroquia, que lanza un perfume de incienso que se mezcla con el aliño de los caracoles de Casa Prieto. En la puerta de la Concepción, un cartel pegado con celo en el dintel nos da los resultados de un «informe de ensayo». Entre carteles ajados de quinarios interrumpidos y horarios de misa, un laboratorio dice que el templo está libre de Covid-19. El virus ha conseguido que Iglesia y Ciencia trabajen juntos. Si levanta la cabeza Galileo, se queda muerto.

En la Cruz del Campo, las parejas de veinteañeros que el virus distanció se encuentran en los portales entre besos, antes de subir a un contexto más íntimo. Los instintos llevan encadenados semanas. El afterwork en tiempos de coronavirus pasa de networking y va directo al edredoning. En el bar Hermanos Costaleros y en su vecino Espolaina las persianas siguen bajadas, aunque es la hora de máxima audiencia de los tiradores. Malditos lunes.

Al fondo, Gambrinus queda enmarcado entre naranjos.

Las profundidades de Nervión Viejo llevan a lo divino. Si embocas Andrés Bernáldez, el camino lleva a la Virgen blanca del templete de la antigua cárcel. Si se sigue el sendero de Padre Pedro Ayala, al fondo de la calle espera ese Dios pagano de barriga orgullosa que es Gambrinus. El placer se hizo espuma y habitó entre nosotros. En la avenida, una casita que siempre pasa desapercibida se ha convertido estos días en un engranaje fundamental en el mecanismo de esta sociedad. El Teléfono de la Esperanza, con su fachada discreta, recibe en estos días las voces de la desesperación para susurrarles con templanza que hay un día más, que hay alguien al otro lado al que pedir socorro o contarle nuestras tristezas hasta quedarnos vacíos. Sin capilla ni retablos, sin palios ni derroches, aquí vive la más humana de las Esperanzas.

Por Rico Cejudo voy con mi móvil tomando apuntes de todo esto que os estoy contando, que uno es de cabeza dispersa -y a ver si os creéis que todo esto me lo invento sobre la marcha en pijama en mi casa-. Escucho voces a mi izquierda. «Pues Matías Prats a Pablo Iglesias lo ha dejado en bragas», le dice un hombre a las dos mujeres que lo acompañan. Los tres llevan banderas de España al hombro, y en un momento el hombre se dirige a un amigo en una terraza que le pregunta dónde va: «A la explanada del campo del Sevilla, que hay cacerolada. Y todos los días a las 9, ¿eh? ¡Te esperamos!».

Miro el reloj: 20.59. Van un poco tarde. Los adelanto para ver qué se cuece y desde los balcones de José Luis de Casso comienza el tintineo metálico de las ollas. Golpeteo arrítmico que rompe la sinfonía de los pájaros. Yo, para repiqueteo metálico, prefiero el de las campanas de la Concepción o las Salesianas -que estos días están de fiesta confinada-. Me pongo a darle vueltas al estadio y nada. Litroneo por allí, paseo al perro por allá, niño corriendo un poco más lejos… Y entonces llego al entorno del mosaico -el bueno, no el de Eduardo Dato- y me encuentro con más banderas de España de las que haya visto nunca juntas. Un niño en bicicleta pasa entre los que protestan y les grita «mamarrachos». Hombre, tampoco es eso. Unas 200 personas con sus cacerolas hacen ruido. ¿Distancia de seguridad? Pues más o menos, parece que esto no es el barrio de Salamanca. Me paro a pensar. Nervión, banderas de España, nuestra mala fama de pijos… En Twitter nos van a dar la del pulpo. Por suerte esta reunión iba a quedar absolutamente eclipsada por la de La Palmera.

El eco de las cacerolas resuena en el desierto Nervión Plaza y la movilización llega a Luis de Morales. Los gritos de «¡Dimisión!» suenan fuerte. Me siento un poco raro. Los curiosos graban con el móvil y yo subo fotos a redes sociales. Uno me contesta al tuit: «No me extraña dónde son las manifestaciones: Centro, Nervión… ricos a perder sus privilegios». Ahí, sin generalizar. Dile eso a la anciana de Ciudad Jardín a la que se le cae la casa a pedazos, a los viejos vecinos de San Bernardo que le plantaron cara a la especulación para conservar sus recuerdos, a los que duermen al raso en los portales de Menéndez Pelayo, a los que se patean la ciudad cada día buscando trabajo para poder dar de comer a su familia. No pronunciarás el nombre de mi barrio en vano, al menos mientras esté yo aquí.

El inicio de la cacerolada en el Sánchez-Pizjuán.

Dejando las cacerolas atrás y pensando si eso mismo no se podía hacer desde el balcón sin necesidad de esta concentración de gente, me mezclo con el ir y venir de paseantes por la zona del Hotel Hesperia. Y me acuerdo de cuando estas avenidas eran bulevares y la gente las disfrutaba. Cómo envidio eso de Barcelona. Quizá sea el momento de recuperar los bulevares, ¿por qué no?. En la puerta superviviente de La Monumental ya no queda ni una flor de las que le pusieron a Joselito. Así son los aniversarios. Breves pero intensos. Y luego, a olvidar otros cien años.

En el Parque Blanco White cinco chavales en edad universitaria juegan al baloncesto. En su perímetro, otros 30 en grupo comen pipas en grupo bien juntitos. Las casas de los militares en Jiménez Aranda cada vez están más abandonadas. Por un cristal roto me asomo al interior de una. Una cama sigue con su edredón polvoriento puesto y en la pared hay colgado un poster con la plantilla del Sevilla en la temporada 2000-2001, el año que culminó con el regreso a Primera División. El Puente de San Bernardo le pone a la Giralda, como cada tarde, el mejor altar para encumbrarla entre las luces del ocaso.

La belleza del ocaso en el puente.

Son las 21.40 y los de las cacerolas siguen con su paseo percusionista por la Buhaira. En Camilo José Cela las mesas de los bares están bien separadas, dos metros. El problema es que, con la acera que queda para el peatón, es imposible pasar respetando la distancia. Frente al Sloppy han montado un Telepizza. Los marineros tienen una novia en cada puerto, y Viapol un fast food en cada esquina. Me cruzo con un hombre. A una distancia de cuatro metros me llega un bofetón de Agua Brava. Se me ha quitado la alergia de golpe. Su mujer ha tenido que perder el sentido del olfato, o realmente lo quiere mucho. La noche se cierne sobre el distrito y las luces se encienden en las ventanas. Las cacerolas han vuelto a sus cocinas, que hay que hacer la cena.

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