Hoy les invitamos a imaginar una historia de amor que sucedió a caballo entre los siglos XI y XII, protagonizada por un personaje de esos que hacen soñar, el rey Al Mutamid. ¿Quién sabe que el rey poeta encontró el amor a las orillas del luego despreciado Tagarete, ese cauce de agua que surcaba Nervión de una punta a otra?
Al Mutamid, último rey árabe de Sevilla, mandamás del reino taifa de Sevilla en aquellos tiempos en el que el esplendor de los Omeyas ya no era tal y el reino sevillano se expandía hasta Murcia, era un hombre acostumbrado a dar paseos bucólicos. Y en aquel siglo pocas zonas de Sevilla eran tan bucólicas como la Pradera de la Plata. Extensión que iba desde la Torre del Oro hasta la hoy conocida como Puerta de la Carne, la zona era una pradera rebosante de olmos y juncos. No en vano luego en aquellos terrenos se construiría el Palacio de la Buhaira, el paradisíaco retiro de los reyes para escapar de una Sevilla cada vez más bulliciosa.
Pues bien, paseando el rey por los aledaños del Tagarete (otros dicen que paseaba por La Cava, otros que junto al Guadalquivir), aquel arroyo que años después llamarían inmundo, dicen algunos que vio el viento mover el agua y se le pasaron por la mente unos versos: «La brisa convierte al Río, en una cota de malla…». Y ahí se quedó, pensando en cómo continuar. Cuando una voz salió de entre los juncos de la ribera para susurrarle: «…mejor cota no se halla, como la congele el frío». Sobrecogido, el rey se asomó a ver de dónde provenía aquella inspiración fluvial, y se encontró con los ojos de una hermosa lavandera.
Una esclava, a la que su señor, unos dicen que un mulero y otros que un alfarero, tenía apartada porque decía que no hacía más que canturrear y soñar con mundos lejanos. Y aquello fue lo que enamoró a Al Mutamid aquella tarde de frescura en la Puerta de la Carne, una poetisa, una reina que enlazara versos, fuera la que fuera su condición social. El señor de la esclava no dudó en regalársela al rey, y desde entonces la conocieron como Itimad, la Reina de Sevilla, la Gran Señora.
Mujer de barro y de orilla, dicen que la reina extrañaba el barro y la ribera, y que por ello el rey poeta llenó el patio del Alcázar -hoy de la Montería- de barro mezclado con agua de rosas y con todas las especias que pudo encontrar en su reino, satisfaciendo la añoranza de su amor, que quería volver a pisar el barro fresco. También cuentan que, siendo Al Mutamid también rey de Córdoba, un día su esposa le pidió ver la nieve. Para ello, ordenó plantar una ladera entera de monte cordobés con cientos de almendros que, al florecer, dieron a la reina la sensación de estar ante un campo nevado.
Pueden pensar algunos que la esclava estaba aprovechándose de Al Mutamid, pero la mujer no dudó en acompañar a su esposo cuando fue derrocado y desterrado a las alturas de los Atlas, en Marruecos. Cuando los almorávides tomaron la ciudad, Al Mutamid y su familia fueron condenados al destierro, y dicen las crónicas esto de ese momento: ”Vencidos tras valiente resistencia, los príncipes fueron empujados hacia el navío. La multitud se agolpa a las orillas del río; las mujeres se habían quitado el velo y se arañaban el rostro en señal de dolor. En el momento de la despedida ¡cuántos gritos!, ¡oh extranjero! Recoge tus bagajes, acopia tus provisiones, porque la mansión de la generosidad está ahora desierta …” . En los Atlas, para subsistir, Itimad y sus hijas se ganaban la vida hilando. Mientras, y a pesar del consuelo, Al Mutamid iba muriendo poco a poco, soñando con aquella Sevilla, ciudad que sería de los poetas por los siglos de los siglos, que le habían arrebatado los bárbaros.
*Dibujos de Norman MacDonald para la revista Al-Andalus
Miguel Pérez Martín