Se llamaba Francisco Tarín, nació en Valencia y era jesuita. Con una vida de héroe y una pierna llena de llagas como calvario particular, fue uno de los hombres a los que la ciudad hizo santo sin hacer falta la confirmación vaticana. Evangelizó recorriendo casi 200.000 kilómetros a lo largo de su vida, lo equivalente a cuatro vueltas al mundo.
Sus seis años como superior de la Residencia del Sagrado Corazón en el barrio sevillano de San Roque dejó sus calles llenas de su recuerdo. Apoyó durante aquellos años a la Asociación de Madres Cristianas, que dio lugar a la primera escuela para niños gratuita de Sevilla, la que hoy vemos en la esquina de la Resolana con la calle Feria. Pero formó parte de otros capítulos de la historia de la ciudad, como la fundación de El Correo de Andalucía del Cardenal Spínola, para la que dio 7.000 pesetas recaudadas durante sus misiones.
Dicen que protagonizó varios milagros, como una versión de la multiplicación de los panes con unos soldados en la estación de Utrera. Pero el último lo hizo después de muerto. Fue cuando en los años 30 se colocaba su propio azulejo en la capilla de la calle Jesús del Gran Poder donde fue enterrado y los albañiles vieron cómo se precipitaba el andamio hacia la calle sobre la gente. Invocaron al Padre Tarín, y el andamio volvió a su sitio. Aunque todo sea cuestión de fe, lo cierto es que su vida, ampliamente documentada, fue un milagro en sí del que no cabe duda. Algo que le valió el apodo de ‘El león de Cristo’.
R.N.