«Nos hicieron pequeños. Nos soñamos gigantes. Pobres gigantes… Tan grandes, que olvidamos el mundo».
Así arranca la canción ‘El mundo’ de Pablo López. Con esa frase recitada casi en un susurro y lanzándonos al mar tempestuoso de aquellos temores que no queremos recordar que tenemos. Avanzó la pandemia y, como todas aquellas cosas que llegaron para quedarse, nos hizo convivir con ella y que nos olvidáramos de sus peligros. Algo muy andaluz, por cierto. Ningún pueblo ha asumido sus miserias y las ha convertido, a través de quejíos, en alegrías de gesto torcido.
Avanzaba la vacunación y nosotros, los jóvenes, vimos como nos íbamos quedando desprotegidos. Los mayores estaban vacunados, nuestros padres y abuelos podían respirar más tranquilos. Pero no nosotros. Por vez primera en la pandemia fuimos la primera línea de fuego de un virus que venía a trastocarnos. Os mentiría si os dijera que en estos días hasta que me ha llegado mi turno de pincharme no he vivido momentos de mayores irrespetuosos. Que no sea toda la culpa de los jóvenes. Una vez vacunados, he tenido que cruzarme en el portal con mayores sin mascarilla que se bajaban del ascensor o se negaban a entrar en las tiendas o mercados con mascarilla.
Queramos o no, es esta parte oscura de nuestra naturaleza. Es el egoísmo que vuelve a tomar posesión de nosotros una vez que estamos a salvo. De esta saldremos mejores decían… Ojalá fuéramos conscientes de que un día lo fuimos. Seríamos mejores si hubiésemos aprendido, en este caso a la fuerza, que somos tan frágiles como esas ramas de árboles que caen al suelo con los vendavales. Pero no lo somos. Basamos nuestra fortaleza en quién grita más fuerte, en quién dice la última palabra en una conversación de Facebook o en quién da el último gesto de superioridad moral. Será por Doctores de la Iglesia…
Hemos olvidado las calles vacías de hace un año. Los aplausos de las ocho de la tarde. La ayuda a los vecinos más mayores del bloque para traerles la compra a casa. Mirarnos a los ojos. Ser más humanos. Hemos vuelto la mirada a las pantallas, y el odio ha vuelto a conquistarnos, que qué fácil es resucitarlo. Hoy los jóvenes nos hemos sentido frágiles, como en su día se sintieron los mayores. Y ni por esas hemos comprendido que el mundo es más amable si nos ponemos en el pellejo del otro.
Las calles del barrio vuelven a estar igual que antes de la pandemia. Hemos perdido otra preciosa oportunidad para hacer comunidad, para ser barrio, ni aunque sea porque una pandemia haya venido a decirnos que nuestra vida es tan frágil. Los ancianos siguen solos en sus casas esperando la visita de sus hijos y sus nietos, los homosexuales siguen molidos a palos en las calles de nuestras ciudades, los pueblos siguen desinflándose de población, los parados siguen aguardando que una llamada les saque de la angustia y los trastornos mentales siguen atormentando a aquellos a los que esta pandemia solo les ha servido para generarles más demonios.
Yo me he sentido frágil. Hoy me he puesto la segunda dosis y lo sigo siendo. Una doctora me decía hace unos días que este ‘bicho’ ha venido para quedarse, y que tendremos que aprender a convivir con él. Pero que deberemos seguir viviendo, viviendo como andaluces, cargados de afecto y de tacto, de abrazos y de besos, cuando todo lo permita. Porque para eso da igual que seamos de Nervión o de San Jerónimo, del este o del oeste, seseantes o ceceantes. Ser andaluz es quererse piel con piel, y eso debe seguir latiendo en los barrios. Aunque la fragilidad, que ahora sentimos más fuerte, nos siga doliendo.