Quién nos iba a decir que el Cristo de la Sed en la cárcel y la Virgen de la Encarnación en las Hermanitas de los Pobres serían el último recuerdo.
Quiso 2020 que no hubiera ningún paso en la calle, quiso dejarnos una página en blanco en los anales de la Semana Santa. Y quiso que fueran las cofradías de extramuros las que dejaran el último recuerdo en la memoria colectiva. El último crucificado sobre su paso y la última dolorosa bajo palio en la calle fueron hijos de los barrios del distrito. Que rabien los puristas del Casco Antiguo.
Hoy hace un año que la Virgen de la Encarnación de San Benito salía de su barrio de La Calzada para dirigirse a la Catedral a celebrar las bodas de plata de su coronación. Radiante la Palomita de Triana, surcaba a los sones de las marchas de las vírgenes coronadas una ciudad con la Navidad prendida. Que si alguien puede anunciar la Navidad con la candelería encendida y un pregón de bambalinas esa es una dolorosa que se llama Encarnación.
Se da la paradoja de que, cuando llegue 2021, la última dolorosa bajo palio habrá sido la de una cofradía del Martes Santo. Sorpresas de la vida. Y el último cristo a golpe de corneta en su paso procesional será el Cristo de la Sed, aunque saliera en aquel ya lejano septiembre de 2019. Qué tarde la de aquel final de verano, la de la multitud abarrotando la puerta del Hospital de San Juan de Dios, la del cristo que va más alto de Sevilla mirando las paredes manchadas de infamia de la Cárcel Provincial. Aquel día Nervión cambió el significado de salida extraordinaria con una noche de mesura, de profundo sentido y de barrio, sobre todo de barrio. Aquella noche el Dios de Álvarez Duarte, que ya estaba en la Eternidad que pregonan las cornetas de Rosario de Cádiz, miró a los ojos al barrio que lo ha cuidado durante medio siglo. Como en diciembre miraría Encarnación a sus hijas, las que siempre viven en la cuerda floja pero saben que Dios proveerá, en la puerta de al lado de su parroquia.
La pandemia permitió lo insólito, que fueran ellos los últimos. Que el más dulce recuerdo antes de que el virus se lo llevara todo por delante fuera nuestro, íntimamente nuestro. Y tan abierto que todo el que quisiera podía ser un vecino más aquellos días, que aquí los carnets de sevillanía nos importan poco. Porque los hijos del ensanche saben lo que es la mirada por encima del hombro de la ciudad amurallada. Derribadas las puertas de la ciudad, esas líneas siguieron existiendo durante décadas, y los que venían de fuera tenían que esforzarse el doble para pisar las calles adoquinadas del centro.
Conozco gente que no ve cofradías que no sean del centro, porque así están las cabezas. A la que le parece una aberración una cofradía por una avenida, que una hermandad salga por la mañana o a la hora de comer. Los que no vieron a Encarnación el pasado diciembre en el asilo ni al Señor de Nervión por la tiniebla eterna de Andrés Bernáldez enmarcado entre naranjos. Nosotros tuvimos la suerte de vivirlo, de presenciar al crucificado enterrado en su monte de rosas mientras el reloj de la Concepción -antiguo del Ayuntamiento- daba las dos de la mañana; de encontrarnos con Encarnación por la Luis Montoto luminosa de una mañana de invierno.
Ahora recordamos aquellos días y nos parece mentira que el sueño fuera real. Que en apenas tres meses viviéramos aquellos dos regalos de los barrios de Nervión y La Calzada. Ensanche y arrabal, la otra Sevilla, la del pasado cercano y el tiempo detenido. La de las madres mayores de La Calzada que van a ver a su Virgen cada mañana cuando vienen de la frutería y la de los abuelos con las manos recias de una vida larga y dura que se detienen en la Concepción a buscar en los ojos del crucificado una voz que le digan que no están solos, aunque a veces se les venga la casa encima. Aquel sueño no fue un sueño, quizá un suspiro. Dos breves momentos de dulzura y alegría antes de la primavera amarga de 2020. Dos lecciones de la fe según los barrios para coger fuerzas antes de unos tiempos oscuros que no podíamos ni imaginar.
Vivamos. Cuando todo esto pase, vivamos nuestras victorias y alegrías como si fueran las últimas, porque quién le iba a decir a Encarnación y al Cristo de la Sed que estaban haciendo más Historia de la que pensaban en aquellas tardes de otoño. Quién nos lo iba a decir a nosotros. La Historia nunca avisa de lo que va escribiendo en su cuaderno eterno, pero el tiempo nos lo desvela. Vivamos cada momento con intensidad por lo que pueda pasar. Vivamos el barrio, seamos barrio. Que digan lo que quieran en las tertulias trasnochadas de taberna, que el sol seguirá saliendo por la calle Oriente. Vivamos. Y que cuando vengan los demonios, el recuerdo de lo vivido nos impulse a salir del hoyo.