El robo de la Hermandad de la Sed no es uno más. Es el último capítulo de una historia de zozobra creciente en el Distrito Nervión.
Tenía Consolación un barquito en la mano, pero ya no lo tiene. Ayer unos desalmados se adentraron en la casa madre de La Sed con nocturnidad y alevosía y se llevaron esa goleta enjoyada, entre otras cosas. Y por el tono de las voces por teléfono de los que integran la hermandad, la desaparición del barquito y de parte del patrimonio han dejado el corazón a la deriva, solo frente a las olas en un naufragio que ha tenido mil formas distintas en Nervión en los últimos años.
El problema es que ya vemos este tipo de cosas como algo sorprendente de manera momentánea pero a las que nos acostumbramos con rapidez. Otra más. Hemos adquirido la mala costumbre de acostumbrarnos en lugar de reclamar que esto no puede seguir así. La normalización del infortunio. Se acostumbraron los vecinos de Ciudad Jardín a los merodeadores estudiando las casas a plena luz del día para encontrar su punto débil para asaltarlas. Se acostumbraron en la zona de Mariano Benlliure a ver las casas en obras con las puertas blindadas y a organizar patrullas vecinales para vigilar. Se acostumbraron en Eduardo Dato a ver, cuando cae la tarde, a los jefes de la compraventa callejera recoger la recaudación desde la ventanilla del coche en torno al Cash Converters. Hicieron costumbre en Luis Montoto que un día de lluvia un árbol caiga a plomo sobre la calzada, y la preocupación por nuestras madres cuando salen por la tarde y tememos que un tironero la arrastre metros para arrancarle el bolso. Se acostumbraron en la zona de Ranilla a los cristales rotos de coches en el suelo por las mañanas y a los contenedores quemados de vez en cuando.
No se trata de dogma, ni de puritanismo ni de escandalizar. Ni esto es el Bronx ni Ciudad Juárez. Pero nos hemos acostumbrado a vivir con miedo y, sobre todo, con indiferencia. No tengo datos objetivos a mi disposición para decir que la seguridad en el distrito ha ido a peor, no hay porcentaje. Pero la ristra de sucesos de los últimos meses y los comentarios de vecinos que viven vigilando porque pueden ser los siguientes son reales. En la silla de la Avenida de la Cruz del Campo, tras las cristaleras regionalistas, muchos nos preguntamos dónde está el delegado. Se deja ver poco, se le escucha poco, y solo cuando se vierte la última capa de asfalto en una calle nos acordamos de que Nervión tiene ‘alcalde del barrio’, o eso dicen.
Sin Fiestas Mayores y sin Movilidad durante meses, se esperaba también que el otro delegado que es también de Seguridad se centrara en este aspecto, sobre todo cuando la desesperación en muchas casas va en aumento. Cuando hay hambre, el estómago suele intentarnos convencer de que un buen fin justifica un mal medio. Y el tiempo pasa, y nos vamos acostumbrando a que la bici hay que encadenarla hasta en el patio de casa, y que aparcar el coche en la calle con algo en la guantera es jugársela y que la mañana amanezca con una alfombra de cristales rotos en la acera. Y nos hemos acostumbrado a que sea normal, pero no lo es. Y a ese falso consuelo de «hay otros que están mucho peor». Que lo estén no significa que no tengamos derecho a quejarnos o a reclamar lo que es nuestro, que no es más que vivir en paz, transitar por la calle tranquilos, sentirnos seguros.
Mientras, un desalmado en algún lugar estará intentando vender por un buen dinero el barquito de Consolación. Como nosotros hemos permitido que vendan nuestra paz, hipotecado el descanso de nuestros mayores y suprimido nuestra capacidad de sorprendernos por el enésimo problema en nuestros barrios ante el que nos encogemos de hombros. ¿Qué hacer? Dejemos de conformarnos, de normalizarlo, de hacer la vista gorda. No pedimos más, pedimos lo mismo que tienen otros, lo que muchos barrios hacen alzando la voz. Para que el distrito no haga aguas hacen falta timoneles a la altura. Y aquí tenemos puesto el piloto automático.