El Asador de Aranda es un trozo de la Castilla de viento helado y hornos generosos en el corazón de Nervión. Un palacete donde reinan el cordero y el cochinillo.
Es prácticamente imposible pasar por la esquina de Marqués del Nervión con Luis Montoto y no soñar con vivir en la imponente casa que hoy acoge el Asador de Aranda. El edificio regionalista del arquitecto José Espiau de los años 20 del pasado siglo acoge en sus estancias un restaurante en el que se bebe y se saborea Castilla que lleva años recomendado por la Guía Michelín.
Llegamos a la villa regionalista y ya nos sentimos nobles por un día. Entrar en este recinto es transportarnos a una era de Nervión en la que las villas se sucedían en las calles principales del barrio. Nada más entrar, una escalera con azulejos, puertas de madera labrada, artesonados con coloridos azulejos de variados diseños, escaleras de maderas oscuras, vigas al aire talladas, vidrieras… Ya solo por el continente, merece la pena sentarse a la mesa.
En El Asador de Aranda – en el barrio desde hace más de dos décadas- todo el mundo sabe a lo que viene: a saborear Castilla. Aquí no pegan el pescaíto frito ni la cocina sevillana más clásica (aunque la hay para el que la quiera pedir), sino que aquí se viene a rendirse a la mestría con los hornos de Castilla. Los sabores de ciudades como Burgos o Segovia -y por supuesto, Aranda- son los que reinan aquí, y los olores que se perciben desde el horno del fondo del comedor así te lo hacen saber. En la mesa, copas clásicas de vino, manteles de siempre de tela y servilletas a juego y sillas con reposabrazos labrados para sentirte el rey bajo este cielo de vigas vistas mientras el sol del invierno entra por las vidrieras de colores del comedor -vidrieras que en el baño de hombres hasta separan los urinarios-.
Para empezar, pedimos chorizo de olla -unos chorizo fritos que tradicionalmente se conservan sumergidos en aceite- y se presentan tiernos y sabrosos, con sabor a campo y a manos artesanas, rezumando tradición desde su plato de loza. Por ser más ligeros antes de la contundencia de las carnes que van a ponerse sobre la mesa, pedimos para compartir una alboronía y unas sardinas ahumadas con ajoblanco. Las sardinas están fabulosas, sobre todo teniendo en cuenta que aquí la carne es la reina, con un buen tamaño y aún manteniendo el sabor a mar, con un ajoblanco casero en el que aún podemos encontrar tropezones de almendra. Más decepcionante es la alboronía -para los que no sepáis lo que es, es una especie de pisto- que viene con yema de huevo coronándola. Algunas verduras, sobre todo la berenjena, están faltas de cocción y con excesivo amargor. Quizá también ponemos alto el listón porque hemos probado la alboronía que hacen en Carmona, que tiene fama, y que tiene uno de sus templos en el restaurante del Museo de la Ciudad -si van a Carmona, no se la pierdan-.
Pero vamos al lío. Aquí hemos venido a comer lechazo y cochinillo. Regado por un buen tinto, llega el joven camarero a la mesa a presentarnos las piezas recién salidas del horno (desde aquí, nuestro abrazo al camarero joven rubito que nos atendió y al que los prepotentes de la mesa de al lado le dieron la tarde por haber entendido mal la añada del vino que habían pedido). Una vez conformes con el brillo de bronce de cuarto de cochinillo y con la soberbia suculencia de la pata de cordero, los retiran para trocearlos y que tú luego solo tengas que servirte desde la fuente de barro sin problemas. Con acompañamiento de patatas asadas -aunque mis tíos de Burgos dicen que esto se come con ensaladas simples de lechuga y poco más-, devoramos las dos carnes y nos sobra en el plato porque vamos a reventar.
No hay ninguna pega, no se les puede poner un «pero». Solo me pregunto por qué mi horno no funciona como el de este asador. Aunque mejor, que si no va a ser difícil caber por la puerta. Sin duda, el Asador de Aranda es un lugar al que venir a viajar. A viajar a la Castilla más genuina sin salir del barrio, sin mentiras ni clichés. Solo a disfrutar del lechazo y el cochinillo, privilegios dorados de los nobles que vivieron con el Cid que hoy gallardea en su caballo perfecto del Prado. Un lugar para darse un homenaje con la mejor carne tierna y jugosa de aquellos campos de Castilla por los que cambió Machado los limoneros de Dueñas.